La
semana pasada compré para mi esposa por nuestro aniversario una reproducción de
Cine de Nueva York de Edward Hopper. Yo no entiendo nada de arte –yo no
entiendo nada de nada, eso es lo que mi mujer siempre dice- pero a ella le
chifla el tal Hopper y en especial su cuadro Cine de Nueva York y, como no
puedo regalarle el original porque estará en vaya usted a saber qué museo,
hablé con nuestro vecino del tercero que es bien conocido por vivir de los
pinceles y le pedí que hiciera una reproducción del cuadro en cuestión.
Yo, que
como ya he dicho no tengo grandes conocimientos de arte –vamos que no sé nada
de nada-, quedé bastante satisfecho con el resultado, por lo tanto aboné el
precio que habíamos acordado y oculté el lienzo debajo de la cama, envuelto en
plástico de burbujas y papel de estraza pero todavía sin enmarcar porque –dice
mi mujer- que carezco de gusto de ningún tipo, así que prefiero que ella
decida.
El caso
es que sin tener ni idea de arte y sin saber quién era Edward Hopper, el cuadro
–o al menos su reproducción- empezó a fascinarme desde el mismo momento en que
lo vi terminado en el estudio del tercer piso. Había algo en la mujer de la
mitad derecha del cuadro, en su melena rubia y pantalones azules apoyada en la
pared del pasillo del cine, bajo la lamparita de tres brazos. Había algo, ¿pero
qué? Lo cierto es que yo no sé nada de nada, pero apostaría a que su cita se
retrasa –mucho, a decir verdad- y está pensando en marcharse de allí, subir las
escalerillas que están detrás de la cortina roja.
No pude
menos que hablar con mi vecino sobre el cuadro. Le pregunté qué sabía sobre la
mujer rubia, hacia dónde iban las escaleras –a la calle o a un palco- y qué
película estaban proyectando. Para mi sorpresa el pintor cambió de tema y me
indicó que los gastos de la reproducción habían sido mayores de los estimados
al principio y debía aumentar el precio de venta. Me sorprendió su cambio de
criterio, pero debido a que no sé nada de nada, que el resultado final de la
reproducción me resultaba muy satisfactorio y el incremento no era exagerado y
me reconcomía el interés sobre la chica del cuadro, terminé por acceder.
Trabajo
todas las mañanas en una oficina. Mi mujer, en cambio, trabaja a turnos como
limpiadora en un hospital, así se costea los estudios de Bellas Artes. La
semana pasada mi vecino me entregó la reproducción de Hopper, a mi mujer le
tocaba turno de noche y yo le echaba a faltar en la cama. No tenemos hijos y
las noches en las que estoy solo en casa es como si estuviera solo en el mundo
entero, como si no hubiera nadie ahí esperando a que salga el sol para tomarse
una cerveza en una charla animada conmigo, ni nada parecido. La tercera noche
en que la reproducción reposaba bajo nuestra cama esperando nuestro aniversario
yo me sentía así, fatalmente insomne y en una de esas soledades que te aprieta
la garganta, te seca la nuez y te hace latir las sienes. Ya había pagado el
sobrecoste del cuadro y un sentimiento, que entendí como legítima curiosidad,
me hizo abrir el envoltorio de la reproducción. Lo hice con cuidado de que el
adhesivo no rasgase el papel. Sin tener ni idea de arte, al dar la vuelta a la
reproducción, no sé si por el dinero extra que me había costado o porqué, quise
consolar a la mujer de la
pintura. Tal vez acababa de entender que había perdido a su
pareja para siempre, o que no podría tener hijos. No lo sé. Pero quise que a
esas horas de la madrugada hubiera un cine abierto porque tal vez juntos
hubiéramos podido terminar de ver la película.