domingo, 1 de mayo de 2016

UN TRUCO DE MAGIA

Mi padre nunca fue un hombre religioso y cuando supo de su enfermedad me hizo prometer que tendría un funeral civil. No me he derrumbado hasta los discursos de despedida. Su mejor amigo ha recordado cómo, siendo yo niño, el director de orquesta fingía robarme la nariz con la misma precisión que dirigía sus filarmónicas. Incrédulo, no entendía que mi nariz estuviera entre sus dedos, hasta que él me la devolvía y volvía a respirar tranquilo. Juro haber prometido no sentirme culpable por no cuidarle mejor, pero no he podido evitar venirme abajo.

Su mal fue uno de esos que te devoran la mente y dejan el cuerpo intacto, lo que, para un director de orquesta, es la peor de las condenas. Cuando ya no era capaz de razonar solía ponerle el Allegro del Otoño de Vivaldi. Los ojos castaños, que se perdían en las paredes de la habitación, retomaban algo de fuerza al llegar al Adagio. Los mismos dedos que habían hecho magia al quitarme la nariz siendo un crío, los mismos que habían dirigido a los mejores en Viena, Amsterdam o Dresde, se alzaban sobre el reposabrazos de la butaca o sobre las barreras de la cama y parecía guiar los instrumentos hasta el Invierno.

Nadie ha recordado los últimos meses cuando ni Bach, ni Mozart ni Beethoven eran capaces de domar la sinrazón que le carcomía, hasta convertirle en un ser cruel e irreconocible. La dosis de fármacos aumentó y consiguió domesticarlo un tiempo, prolongando nuestra agonía hasta que se hizo insoportable. Las palabras de consuelo y de agradecimiento por mis desvelos han resonado, tal vez de forma injusta, huecas, como un formulario, un mero trámite. Al menos han servido para recomponerme y poder despedir a todos los asistentes con serena dignidad.

Ayer, el médico de la ambulancia me miró compasivo mientras certificaba su muerte. En ese instante también recordé el día en que me enseñó el truco de la nariz y descubrí el engaño. Sé que hubiera querido que siguiera sus pasos entre las partituras. De nada me sirvieron sus consejos para conseguir que la batuta se transforme en una varita con la que hacer magia instrumental. Es más sencillo robar la nariz a un niño o a un anciano. La última vez que lo hice todavía respiraba.