Mi
padre nunca fue un hombre religioso y cuando supo de su enfermedad me hizo
prometer que tendría un funeral civil. No me he derrumbado hasta los discursos
de despedida. Su mejor amigo ha recordado cómo, siendo yo niño, el director de orquesta
fingía robarme la nariz con la misma precisión que dirigía sus filarmónicas.
Incrédulo, no entendía que mi nariz estuviera entre sus dedos, hasta que él me
la devolvía y volvía a respirar tranquilo. Juro haber prometido no sentirme
culpable por no cuidarle mejor, pero no he podido evitar venirme abajo.
Su
mal fue uno de esos que te devoran la mente y dejan el cuerpo intacto, lo que, para
un director de orquesta, es la peor de las condenas. Cuando ya no era capaz de
razonar solía ponerle el Allegro del Otoño de Vivaldi. Los ojos castaños, que
se perdían en las paredes de la habitación, retomaban algo de fuerza al llegar
al Adagio. Los mismos dedos que habían hecho magia al quitarme la nariz siendo
un crío, los mismos que habían dirigido a los mejores en Viena, Amsterdam o
Dresde, se alzaban sobre el reposabrazos de la butaca o sobre las barreras de
la cama y parecía guiar los instrumentos hasta el Invierno.
Nadie
ha recordado los últimos meses cuando ni Bach, ni Mozart ni Beethoven eran
capaces de domar la sinrazón que le carcomía, hasta convertirle en un ser cruel
e irreconocible. La dosis de fármacos aumentó y consiguió domesticarlo un
tiempo, prolongando nuestra agonía hasta que se hizo insoportable. Las palabras
de consuelo y de agradecimiento por mis desvelos han resonado, tal vez de forma
injusta, huecas, como un formulario, un mero trámite. Al menos han servido para
recomponerme y poder despedir a todos los asistentes con serena dignidad.
Ayer,
el médico de la ambulancia me miró compasivo mientras certificaba su muerte. En
ese instante también recordé el día en que me enseñó el truco de la nariz y
descubrí el engaño. Sé que hubiera querido que siguiera sus pasos entre las
partituras. De nada me sirvieron sus consejos para conseguir que la batuta se
transforme en una varita con la que hacer magia instrumental. Es más sencillo
robar la nariz a un niño o a un anciano. La última vez que lo hice todavía
respiraba.