Jonas me miraba desde el cadalso con la soga al cuello, esperando que mis gestos desvelaran la palabra. El verdugo había extraído la definición del bombo de latón de los Juegos del Ahorcado. Nuestro código secreto le había librado de la muerte en varias ocasiones, no tantas como decían por ahí los escritores de novelas baratas, pero sí las suficientes para haberlo convertido en leyenda. Antes de la legalización,
Jonas se había forjado un nombre. Habían sido días de timbas de léxico
en las bibliotecas y las escuelas de mala muerte. Allí se jugaban la
vida los deletreadores, los locos de las enciclopedias y el vocabulario. El alcohol y las bibliotecarias de curvas apetitosas fueron los
ingredientes añadidos a un cóctel explosivo. La criminalidad entre
literatos llegó a tal punto que el Condado tuvo que tomar una decisión:
prohibir las partidas particulares para implantar la pena de muerte por
ahorcamiento. Ahora bien, los delincuentes podrían burlar a la parca si conseguían encontrar cinco palabras del bombo lleno con definiciones recortadas del Diccionario.
La última partida de Jonas había empezado de madrugada, entre cumulonimbos de verano. Un comienzo sencillo tuvo un encendido grito de desaprobación del
público y como respuesta correcta uxoricidio. Alcancía, vestiglo y
extricar fueron las respuestas correctas número dos, tres y cuatro. Todo
parecía indicar que Jonas podría librar nuevamente la soga. El verdugo
giró por quinta vez el bombo y leyó: Femenino: Ardid o artificio con que se saca a alguien lo que no está obligado a dar.
Socaliña me vino de inmediato a la cabeza, incluso recordé la tarde en
que había aprendido aquella palabra leyendo una novela, me había
identificado de inmediato con el criado prepúber del hidalgo español que había hecho las américas sin fortuna, una suerte de lazarillo que no recibía más que palos y hambre por los
servicios prestados a un cerdo sin alma. No recordé el autor, ni el
título, pero sí que la historia estaba contada en primera persona por el
niño ya anciano, la historia de una venganza fraguada despacio, a fuego
lento, un Montecristo sin título, un Raskólnikov sin castigo.
Jonas se repasó los labios resecos tres veces, como siempre que el Diccionario le abandonaba a su suerte. Vio mi espalda cuando dejé la
primera fila frente al cadalso de pino seco y al fin le decía adiós a
tantos años de trabajo sucio, de entrega sin compensaciones. Le escuché
gritar mi nombre. Cerré los ojos y sonreí,
mientras la masa reunida en la plaza de aquel pueblo polvoriento pedía
sangre al verdugo y la palabra que Jonas no encontraría. La trampilla se
abrió y la gente festejó la caída de la última leyenda de nuestro
idioma.