martes, 4 de febrero de 2014

LOS JUEGOS DEL AHORCADO

Jonas me miraba desde el cadalso con la soga al cuello, esperando que mis gestos desvelaran la palabra. El verdugo había extraído la definición del bombo de latón de los Juegos del AhorcadoNuestro código secreto le había librado de la muerte en varias ocasiones, no tantas como decían por ahí los escritores de novelas baratas, pero sí las suficientes para haberlo convertido en leyenda. Antes de la legalización, Jonas se había forjado un nombre. Habían sido días de timbas de léxico en las bibliotecas y las escuelas de mala muerte. Allí se jugaban la vida los deletreadores, los locos de las enciclopedias y el vocabulario. El alcohol y las bibliotecarias de curvas apetitosas fueron los ingredientes añadidos a un cóctel explosivo. La criminalidad entre literatos llegó a tal punto que el Condado tuvo que tomar una decisión: prohibir las partidas particulares para implantar la pena de muerte por ahorcamiento. Ahora bien, los delincuentes podrían burlar a la parca si conseguían encontrar cinco palabras del bombo lleno con definiciones recortadas del Diccionario.

La última partida de Jonas había empezado de madrugada, entre cumulonimbos de verano. Un comienzo sencillo tuvo un encendido grito de desaprobación del público y como respuesta correcta uxoricidio. Alcancía, vestiglo y extricar fueron las respuestas correctas número dos, tres y cuatro. Todo parecía indicar que Jonas podría librar nuevamente la soga. El verdugo giró por quinta vez el bombo y leyó: Femenino: Ardid o artificio con que se saca a alguien lo que no está obligado a dar. Socaliña me vino de inmediato a la cabeza, incluso recordé la tarde en que había aprendido aquella palabra leyendo una novela, me había identificado de inmediato con el criado prepúber del hidalgo español que había hecho las américas sin fortuna, una suerte de lazarillo que no recibía más que palos y hambre por los servicios prestados a un cerdo sin alma. No recordé el autor, ni el título, pero sí que la historia estaba contada en primera persona por el niño ya anciano, la historia de una venganza fraguada despacio, a fuego lento, un Montecristo sin título, un Raskólnikov sin castigo.

Jonas se repasó los labios resecos tres veces, como siempre que el Diccionario le abandonaba a su suerte. Vio mi espalda cuando dejé la primera fila frente al cadalso de pino seco y al fin le decía adiós a tantos años de trabajo sucio, de entrega sin compensaciones. Le escuché gritar mi nombre. Cerré los ojos y sonreí, mientras la masa reunida en la plaza de aquel pueblo polvoriento pedía sangre al verdugo y la palabra que Jonas no encontraría. La trampilla se abrió y la gente festejó la caída de la última leyenda de nuestro idioma.

(Encontraréis Los Juegos del Ahorcado en el número 4 de Funzeen, dedicado al western, ilustrado por Angélica López de la Manzanara)

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