- Hace frío en esta casa –dijo ella.
- Sí. Debemos
tener alguna fuga –le contestó su marido.
- Gabriel, no sé
para qué hemos instalado la calefacción si ahora resulta que perdemos calor
–corrientes heladas atravesaban el pasillo y las habitaciones que parecían
surgir espontáneas, de cualquier parte.
- No importa,
nos dijeron que podía suceder. Las casas viejas son así, ya sabes que hay
grietas. Sólo tenemos que encontrarlas y sellarlas, para el año que viene ya lo
habremos solucionado. No pasa nada.
- ¿No habremos
tirado el dinero? –preguntó ella.
- No mujer, es
normal. Voy a subir el termostato –Gabriel giró la rueda de plástico que
marcaba la temperatura ideal, la giró hasta la marca aproximada de los 25
grados.
- ¿Tomamos un
café o vamos al cine?
- ¿Salir? ¿Has
visto cómo está nevando? Hace un frío espantoso ahí fuera, ¿No prefieres ver
una peli aquí?
- No. Pero da lo
mismo, debería ponerme a escribir –ella hizo una pausa y miró por la ventana. Había
niños fuera arrojándose bolazos de nieve. Un coche del ayuntamiento con una
pala adosada en el parachoques delantero se afanaba en descubrir el asfalto.
Ella sonrió-. Por un momento he querido ir a hacer un muñeco de nieve al
parque, como cuando teníamos quince años –dijo y ahora sí le recorrió la
espalda un escalofrío.
- ¿Un muñeco de
nieve? –él sintió que la sangre se le concentraba bajo el pantalón de pana.
- Sí, pero ha
sido sólo un momento. Ya te digo que no pasa nada.
- ¿De qué va tu
libro? –la costura del pantalón recuperó rápidamente su languidez habitual y
también los recuerdos que habían amagado revelarse. Gabriel dejó el termostato
en 21, no quería desperdiciar energía inútilmente, se acercó a la ventana y
ella se movió hacia el cuarto que utilizaba como estudio. A medio camino giró, él
estaba de espaldas mirando por la ventana viendo a los chavales jugar bajo la
nieve, como ella hacía un instante.
- El
protagonista es un profesor universitario que ha invertido demasiado tiempo
investigando y ha perdido el contacto con la gente –ella se sentó frente al
ordenador y se cubrió las piernas con una manta.
- ¿Es químico?
–preguntó Gabriel y una ventisca repentina hizo que los críos detuvieran su
batalla de bolas, los copos se arremolinaban y se confundían con la nieve que
ya había cuajado y que el propio viento levantaba del suelo. Los niños se
desperdigaron, cada uno a su casa, seguramente. Una alfombra blanca había
vuelto a cubrir el rastro negro del quitanieves.
- ¿El profesor?
– intentó aclarar ella para pasar a cubrirse las manos con mitones-. No,
sociólogo. ¿Quieres leerlo?
Parecía que se
estaba haciendo de noche y era la una del mediodía de un domingo. Gabriel creyó
ver luz a través de una rendija de la pared, un hilo de luz gris que venía de la calle. Se acercó hasta
el tabique y se acuclilló, pasó el dedo por la grieta, se incorporó y fue a por
una bata. La sellaré mañana, pensó sin ninguna intención de leer el texto.