lunes, 20 de mayo de 2013

NO PASA NADA


- Hace frío en esta casa –dijo ella.
- Sí. Debemos tener alguna fuga –le contestó su marido.
- Gabriel, no sé para qué hemos instalado la calefacción si ahora resulta que perdemos calor –corrientes heladas atravesaban el pasillo y las habitaciones que parecían surgir espontáneas, de cualquier parte.
- No importa, nos dijeron que podía suceder. Las casas viejas son así, ya sabes que hay grietas. Sólo tenemos que encontrarlas y sellarlas, para el año que viene ya lo habremos solucionado. No pasa nada.
- ¿No habremos tirado el dinero? –preguntó ella.
- No mujer, es normal. Voy a subir el termostato –Gabriel giró la rueda de plástico que marcaba la temperatura ideal, la giró hasta la marca aproximada de los 25 grados.
- ¿Tomamos un café o vamos al cine?
- ¿Salir? ¿Has visto cómo está nevando? Hace un frío espantoso ahí fuera, ¿No prefieres ver una peli aquí?
- No. Pero da lo mismo, debería ponerme a escribir –ella hizo una pausa y miró por la ventana. Había niños fuera arrojándose bolazos de nieve. Un coche del ayuntamiento con una pala adosada en el parachoques delantero se afanaba en descubrir el asfalto. Ella sonrió-. Por un momento he querido ir a hacer un muñeco de nieve al parque, como cuando teníamos quince años –dijo y ahora sí le recorrió la espalda un escalofrío.
- ¿Un muñeco de nieve? –él sintió que la sangre se le concentraba bajo el pantalón de pana.
- Sí, pero ha sido sólo un momento. Ya te digo que no pasa nada.
- ¿De qué va tu libro? –la costura del pantalón recuperó rápidamente su languidez habitual y también los recuerdos que habían amagado revelarse. Gabriel dejó el termostato en 21, no quería desperdiciar energía inútilmente, se acercó a la ventana y ella se movió hacia el cuarto que utilizaba como estudio. A medio camino giró, él estaba de espaldas mirando por la ventana viendo a los chavales jugar bajo la nieve, como ella hacía un instante.
- El protagonista es un profesor universitario que ha invertido demasiado tiempo investigando y ha perdido el contacto con la gente –ella se sentó frente al ordenador y se cubrió las piernas con una manta.
- ¿Es químico? –preguntó Gabriel y una ventisca repentina hizo que los críos detuvieran su batalla de bolas, los copos se arremolinaban y se confundían con la nieve que ya había cuajado y que el propio viento levantaba del suelo. Los niños se desperdigaron, cada uno a su casa, seguramente. Una alfombra blanca había vuelto a cubrir el rastro negro del quitanieves.
- ¿El profesor? – intentó aclarar ella para pasar a cubrirse las manos con mitones-. No, sociólogo. ¿Quieres leerlo?
Parecía que se estaba haciendo de noche y era la una del mediodía de un domingo. Gabriel creyó ver luz a través de una rendija de la pared, un hilo de luz gris que venía de la calle. Se acercó hasta el tabique y se acuclilló, pasó el dedo por la grieta, se incorporó y fue a por una bata. La sellaré mañana, pensó sin ninguna intención de leer el texto.

domingo, 5 de mayo de 2013

WHAT EVER HAPPENED?



Me regalaste un CD de
Michael Jackson
el día que lo enterraron
y me acordé
de Joan Crawford,
Bette Davis
y un pollito rosa fucsia
que se murió entre mis manos,
Yo tenía nueve años.

Con el tiempo
te escribí un correo
y dije que ya no eras
dulce, ni encantadora.
Que, tal vez, no
lo habías sido jamás.
Tampoco el verano
que conduje hasta la playa,
para verte.

Bailamos borrachos sobre la arena
y en el motel
te hice el amor
mientras pensabas en el
pianista del bar de abajo.

Podríamos haber sido amigos,
pero el día que
Michael Jackson
condujo hasta la playa de
Joan Crawford,
Bette Davis
y un pollito rosa fucsia,
me regalaste un CD.

Yo tenía veintisiete años
y uno nunca debe decir
cosas malas sobre los muertos.

miércoles, 1 de mayo de 2013

NO LEAS LA PÁGINA 99


“No leas la página 99”. Me he encontrado tu mensaje en un post it amarillo chillón pegado en la página 97 de la novela gráfica Trauma Accidental de John Adams. La letra en boli azul seco es tuya, exmujer. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que la escribiste, hace nueve meses y medio que te largaste de casa. Podrías al menos haber gastado un poco de aliento con el boli.
Mi primera reacción ha sido cerrar el libro. No he podido soportar ver esos dos nueves redondillos. Insististe en que leyera a Adams, un escritor que no es sublime, ni demasiado vulgar, un dibujante que no destacaría entre dos millones. Sus cómics son como una película de sobremesa de Antena 3, ni de las mejores ni de las peores.
Devoré a Adams, fagoticé sus palabras, me desgaste la retina en sus dibujos, llegué a amar a sus personajes oprobiosos, sus tramas mal copiadas y reinventadas de autores mejores que él. Lo hice por ti.  Ahora, revelada en una nota mal escrita a boli ¿quieres prohibirme leer una de sus inanes páginas?
He deseado llamarte y decir que se acabó. Que ya no puedes sermonearme, ni decir qué puedo o qué no puedo hacer. Por el contrario he tomado la página 99 y claro, también la 100 y las he rasgado de la edición de pasta blanda del Trauma accidental perpetrado por John Adams haciéndolas pedazos.
Al instante me he arrepentido. He rebuscado por todos los cajones celo para reconstruirlas y poder leer al menos la número100. He revisado el cajón dónde solías guardarlo, pero no estaba allí porque cuando te marchaste cambié el orden de las cosas para no tenerte tan presente. Mientras intentaba recordar cuál podía ser el nuevo lugar de la cinta adhesiva he tomado los fragmentos de las hojas 99 y 100 y he probado a reconstruirlas sin leer, sólo atendiendo a las formas del papel y las viñetas. Lo he conseguido.
Me he hecho con un sobre, ni muy grande ni muy pequeño, uno de esos que se emplean para enviar cartas ni muy extensas ni muy breves, como las que antes mandábamos a la familia por Navidad. Y después he guardado la página dentro del sobre doblándola por sus costuras de plástico adhesivo, con tu mensaje en el pequeño papel adjunto intacto.
Tengo la página 99 ahora en mi bolsillo reconstruida con tiras de celo transparente. La saco y la desdoblo y cuando termino escribo tu dirección en el frontal del sobre con un boli azul perfecto, y observo la boca del buzón de correos con óxido en los costados. Introduzco el post it amarillo chillón en el sobre, compruebo dos veces que está dentro y lo envío.
Camino de vuelta y  mis pies parece que se quieran pegar al suelo. En casa coloco la página 99 remendada dentro del Trauma Accidental de John Adams. No me importa lo que diga, no me importan sus frases tan sintácticamente perfectas como desalmadas, no me importa su trazo de dibujo deslavazado, no me importa. Me descalzo. Hay un chicle en mi zapato derecho. Pisoteada y amarrada a la goma masticada una nota azul en amarillo que chilla aún seca, juro que estaba dentro del sobre, “No leas la página 99”.