Puedo decir sin rubor
que aprendí lo que es el cine en el bar de Julia Reis. El asiático
especialmente. El garito lo había heredado de su padre, que lo había heredado
de su padre. Y lo aborrecía. Detestaba la rutina de servir copas y echar
borrachos de copa y puro a la calle. Si escuchabas con atención podías
oírla, tan morena, asegurar que cuando pudiera se iba a retirar en una
autocaravana para vivir en las afueras de Módena. Tal vez para compensar esa
fantasía, todos los miércoles a la noche celebraba sesiones clandestinas de
cine en el bajo de su local. Para cualquier no iniciado la única pista que
podía delatar la cinefilia de Julia era una foto de Misa Uehara, la actriz de
‘La fortaleza escondida’ de Kurosawa.
De los veinte a los
veintitrés acudí puntual a esa cita semanal a las que solo algunos
privilegiados teníamos acceso. A mí me introdujo Simone, al que metió Sanz que
había sido enchufado por José Mateos que, decían, había intentado ser amante de
Julia pero no conseguido. Yo también fantaseaba con acostarme con Julia, pero
si solo me hubiera regalado la foto de Uehara habría sido feliz.
Después de cumplir los
veintitrés empecé a preparar una oposición y me alejé del bar y del cine
oriental durante un par de años. Con el futuro asegurado, paseando un día con
mi futura mujer por la calle del bar, comprobé que había cambiado de dueño y
decoración. Julia ya no estaba y la foto de la actriz japonesa sentada en la
posición de loto tampoco. Si trabajar para el Estado no había destruido lo que
quedaba de mi adolescencia postergada, aquel cese de negocio lo hizo.
José Mateos apareció
ayer en mi trabajo. Necesitaba unos papeles, sellos y firmas para ponerse al
día con Hacienda. No lo veía desde los días de alcohol y cine. Quiso invitarme
a un café, para ponernos al día. Me confirmó que nunca había estado con Julia,
que nunca sabía cómo hablar con ella, siempre esperando un mejor momento. Y
cómo se arrepentía. Pero Simone sí. La dejó embarazada, ella había perdido al
bebé, tal vez por su edad –¿tan mayor era?- o quizás porque los padres
católicos del italiano no veían con buenos ojos a la chica del bar de abajo. El
hecho, según Mateos, es que al poco tiempo Julia había clausurado el
chiringuito, se había comprado una autocaravana para largarse a Módena, quizás
a perseguir su sueño o tal vez por joder un poco a la familia de Simone.
José no había sabido
nada más desde la fiesta de cierre que organizó Julia para despedir las noches
de cine. Allí, me confesó, estuvo tentado de comprarle la foto de Misa Uehara,
también le encantaba. Me hubiera gustado asistir. Esta noche de miércoles
todavía me pregunto si hubiera tenido el valor de pedírsela.