sábado, 19 de abril de 2014
Mis alocadas aventuras con Bobby Fischer (II): Gámbito de Mora.
No es una buena idea, no es una buena idea,
no es una buena idea y punto. Bobby Fischer se deshacía ante mis ojos. Ya no
era más aquel viejo barbudo que apareció un día en mi casa. Está muerto y se
aparece como le da la gana y ese día despertó como un niño de la edad de mi
sobrino, ocho años. Un niño delgado y caprichoso al que, de buena gana, le
hubiera cruzado la cara.
Miraba el tablero con desgana, todavía yo no sabía si aquel
Bobby sabía lo que sabía de ajedrez, aunque seguramente podría darme una paliza
si se concentrara. Había descubierto la TDT y estaba enganchado a una
reposición indeterminada de Hombres, Mujeres y Viceversa. Gámbito de Rafa Mora,
la tronista ha de sacrificar a Rafa para ir a por el otro musculitos, dijo Bobby. Yo no sabía
muy bien a cual de todos ellos mirar. ¿A quién te refieres? le pregunté
esgrimiendo los bizcochos y el colacao, como un jugador novato que cree que el
Pastor es el jaque mate de los listos. ¡A mí! ¡Al mismo Bobby Fischer que se
convertirá en campeón mundial de ajedrez!, gritó. Bobby, chico, Bobby, eres un
niño, ¿sabes? Ahora mismo deberías estar en el apartamento de tu madre, con tu
hermana, tal vez jugando al parchís o a la oca, si es que jugabais a eso en
Nueva York. Bobby me miró como si yo fuera Boris Spassky, pero no dijo nada más.
Se encogió en su universo de escaques y pechos de silicona. El mundo ya no es
más una tablero de ajedrez, el mundo es un programa de televisión de los
cutres, donde las mujeres son carne sin procesar bajo el rito kosher y los adolescentes
prodigios no se vuelven locos avanzando peones y cruzando alfiles, sino hormonándose
el cerebro con testosterona de bote. ¿Y acaso podemos decir si este es un mundo
peor que aquel?
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