Que Dios está ahí para lo que haga falta lo sabía George y lo sabía Anthony. Su relación de compañeros se había deteriorado desde que recibieran el encargo de recuperar para la causa al joven Escaleno y, lo peor, era ser conscientes de que su labor de apostolado también flaqueaba. Expiaban sus pecados y sus contradicciones en sesiones nocturnas individuales, expiaban de la hostia, zurrándose la badana y no necesitaban cilicios como los católicos del Opus Dei, ellos eran genuinamente austeros y les bastaba con sus cinturones de hebillas traídas directamente de los Estates. Todo empezó cuando Anthony le había dicho a George que en la siguiente puerta que tocasen quería que, si les abrían, el anfitrión pudiera escuchar de sus labios, joder, es que Dios, mi Dios, es la polla, con esas putas palabras. A George no le gustó. El concepto sí, claro, fuera el que fuese sabía que el organismo de Anthony rebosaba Dios a lo grande, pero esas no eran las formas que les habían enseñado para ejercer el Ministerio. Estaba seguro que la expresión, “mi Dios es la polla” no aparecía en ningún pasaje de las Escrituras. Y se empezó a preguntar qué había estado haciendo Anthony para utilizar aquel lenguaje del demonio y qué había estado haciendo él mismo, cuánto se había despistado, para que su mutua vigilancia hubiera fracasado tan estrepitosamente. Él era el veterano, Anthony el novel y si en la Central se enteraban de que sus apóstoles, los que habían ido a buscar al hijo pródigo, también se estaban descarriando, se iban a cabrear. Y lo que es aún peor, Dios se iba a mosquear de la hostia.
Esa mañana sacó la plancha de viaje en la habitación del hotel de carretera (la N-121 km 137) y estiró su camisa blanca. Anthony dormía aún en la cama de al lado. Le había escuchado fustigarse duro en el baño durante buena parte de la noche. Tal vez, pensó optimista, el bendito gafotas sólo ha sufrido un pequeño traspié. El dolor de sus propias heridas le recordó que decir que Dios era la polla no era un tropezón cualquiera y siguió afanándose con la camisa blanca ignorando que Anthony le observaba tumbado y lacerado y con una erección matutina, nada grave, sólo ganas de orinar aumentando. Qué lejos quedaban las chicas de la Orden, God damn it. Qué ganas tenía de encontrar al chico Escaleno y terminar con aquella búsqueda insoportable.
Desayunaron según sus votos te y pan duro. Para el camarero del hotel, como para la mayoría de los europeos, todos los estadounidenses eran yankees. Las sutilezas de la sociología americana se les escapaban y lo único que podía ver delante de sus narices era a dos hermanos mormones, fuera cual fuese su secta evangélica, con aspecto de haber sido rechazados del casting de la Revolución de los Novatos por su autenticidad extrema. Los dos rubios, uno peinado con la raya a la izquierda, el otro a la derecha. Los dos con traje gris marengo, pantalón y americana, camisa blanca y corbata de las de dar ganas de apretar el nudo al máximo. Y zapatos negros, claro. El más alto, George, un gafotas de lentes remendadas con esparadrapo blanco. Qué hacían esos dos roedores de mendrugos viajando en sidecar era un misterio. Por la noche habían intentado colocar un par de panfletos de la Iglesia del Templo a la que pertenecían en el cristal de la puerta del hotel. Además, las chicas de la limpieza le habían comentado que en todas las habitaciones que habían ido limpiando esa mañana había aparecido al menos uno, el mismo que le tendía ahora el gafotas con una su sonrisa de párteme la boca y te ofreceré la otra mejilla.
Un dibujo de Jesucristo en pose de Tío Sam te necesita y la consigna: He wants you! He needs you! Join us.(subtitulada la traducción: ¡Él te quiere!, ¡Él te necesita! Únete). Después: cinco puntos fundamentales que, una vez leídos y analizados, harían que la parte de tu corazón que te une a Dios, porque lo hace genuinamente, harían que des el paso hacia tu conversión.
Un vendedor ambulante de aspecto mahometano entró en la cafetería e hizo que el que le ofrecía el panfleto al camarero cambiará de objetivo. Estaba de paso y necesitaba un refrigerio. Anthony se acercó a él cuando terminó el té y le ofreció un panfleto. El hombre, tunecino o marroquí, aventuró el camarero, tomó el papel y lo leyó. El vendedor le dijo que Jesucristo era un buen Profeta, un Profeta excelente, excelso incluso, pero que eso de que era hijo de Alá era inaceptable. Una blasfemia que les costaría, a ellos dos y a toda la cristiandad en su conjunto, pasar la eternidad al calor del infierno. Y le devolvió el panfleto. Anthony no se inmutó y sonriendo rehusó recogerlo. El musulmán murmuró una retahíla en árabe e hizo un gurruño con la palabra de Cristo. El camarero miraba la escena y en el momento en que iba a pedir a los dos hombres que airearan sus diferencias teológicas fuera de su local, intervino George.
- Lamentablemente está usted equivocado -dijo el predicador de las gafas con un marcado acento texano-. Las Sagradas Escrituras demuestran a todos los niveles que Jesús era el Hijo de Dios.
- El Corán no dice nada de eso -el acento magrebí del vendedor era suave y contrastaba con el fuerte acento sureño de los templistas.
- Tampoco dice que Nuestro Señor fuera crucificado y convendrá conmigo en que eso es un error mayúsculo.
- El Corán no se equivoca, americanito.
- Querido amigo -Anthony volvió a la carga- no sé cómo decirlo sin ofenderte, no sé qué será el Corán, pero mi Dios, mi Dios es la polla.
Los tres hombres se enzarzaron en una discusión a todo volumen en la que distintas proclamaciones apocalípticas entremezclaron la Gloria Eterna y la Condenación Absoluta, una auténtico dispendio de la eternidad en donde los dedos índices amenazantes se levantaron con una frecuencia pasmosa por ambos bandos.
Ahí fue cuando el camarero, evitando que la enésima Cruzada empezase en su cafetería, invitó a los tres caballeros a discutir fuera. Esa diáspora unió por un momento a los tres hombres frente a su nuevo y herético adversario y, después de un rato despotricando contra la secularización de la sociedad europea, George y Anthony se despidieron de su nuevo y absolutamente equivocado amigo suní y subieron al sidecar.